Doña Rosita ha envejecido, qué duda cabe. Eso sí, ha envejecido dignamente.
Ante la mirada hierática de la monarquía española, desde un atril cimentado sobre una larga carrera de éxitos notables, la reina madre del teatro nos habla, hermanando a Lorca y a Shakespeare, que por un momento tendrán la misma voz. Un rey la mira mientras piensa en qué bien le ha quedado eso de vamos a mantener alejada la política de la cultura. Una reina la mira, pero obviamente no la escucha, dejando que en sus pensamientos se cuele el de qué arduo es esto de ser reina y cederle el trono, aunque sea un instante, a una que se coronó sin haberse limpiado de los pies el polvo de las tablas. Un presidente la mira también, con el rostro desencajado que acarrea consigo desde su nacimiento, escuchando frase sí frase no, porque no puede quitarse de la cabeza la ingrata tarea que le ha sido encomendada.
Y la miran muchos, aristócratas del arte y la cultura.
Desde el atril nos habla. Un poco huérfana, porque hablar desde un atril no es lo mismo que hablar desde un escenario. Echa de menos la luz intensa de los proyectores. Echa de menos el perfume del talco y siente acaso, como sólo una actriz puede hacerlo, que el público de hoy no es ni mucho menos el público diluido en las sombras de un patio de butacas.
Imposta la voz y recarga el tono.
Nos habla.
Discurso de Nuria Espert en la entrega de Premios Princesa de Asturias